Sale un poquito el sol y ¡zas! Se cambia el estado en Facebook por un brillante y bonito disponible. Se saca un par de minis de las perchas de atrás del clóset y se ponen adelante, para no olvidarse que existen. Se renueva las tenidas de gimnasio, porque con el sol cerca, ya hay un par de insoportables que muestran brazos y recuerdan que el verano está ahí, a la vuelta. Se revisa el cuerpo en la prueba más cruel de todas, más difícil que todas las torturas deportivas que hemos visto en los Juegos Olímpicos: la prueba del traje de baño.
Repito, por si no quedó claro. Los masoquistas nos probamos el traje de baño a mediados de agosto, para aterrarnos, sufrir, y entrar en pánico. Porque se acerca septiembre y con él, la primavera y así… La temporada de caza. Yo me sometí a esa tortura el domingo, después de plantarme media botella de vino.
Estaba tan frágil emocionalmente, que como me viera, iba a llorar. Me puse el bikini y entré al baño con los ojos cerrados. Luz apagada. Conté hasta tres, y zas. Abrí los ojos y encendí la luz.
El impacto fue tan fuerte, que ahora todo me parece menos grave.
Llegó la temporada de caza. Momento de salir de la casa y ocuparse en que hay más gente en la vida. Resaltar que la media naranja no ha llegado, o bien, que uno nació papaya y no llegará nunca ese otro pedazo. Momento de sonreír, ponerse harto factor solar, y embriagarse, con la excusa que estamos despidiendo el horario de invierno.
Para salir, excusas, nunca faltan.