No quiero caer en el cliché, pero no sé ver fútbol con Mauricio. Estábamos viendo la final de la Copa América Centenario y me di cuenta que debo ser la peor acompañante para un partido importante.
Los futbolistas son, para mi, como personajes de una serie. Está el simpático, el mino, el amigo del mino que uno quiere que sea tu amigo, el nuevo, el desconocido… Y claro, era la final de la Copa América, momento histórico, y yo quería conversar. Explicar por qué Gary es como un amigo, que de tan bacán se puso hasta mino con los años; hablar del misterioso Chapita Fuenzalida, que estaba escondido y es absolutamente hola hola; saber de dónde salió el Gato y qué pasó con los que yo conocía y Mauricio partió riéndose, pero después, con cara de asesinato en desarrollo.
Opté por tomar mi celu y educarme en Twitter y leerle los comentarios ajenos como propios. A veces estuvo de acuerdo y otras tantas se enfureció. Traté de mostrarle memes y fue peor. No quería mirar mi celular. Yo, que había armado tablas y todo para que comiéramos, miraba mi hermosa mesa de centro llena de cosas ricas, despreciadas. Él llevó pizza y no le interesaba nada más. Obvio que me enojé.
Pero, no era cosa de pelear en ese momento. Estábamos pendientes de un bien mayor: la Selección.
Vinieron los penales y Mauricio estaba a punto de explotar. Estaba por llamar a Help porque a esta edad, el tema cardíaco… No es menor. Y yo, Twitter en mano, para saber los nombres de los que estaban en la cancha. Dele con esperar a Mago Valdivia, la desubicada.
Al final, después de ganar, nos agarramos a besos y abrazos. Y ahí entendí que el fútbol es bonito. Aunque yo no lo entienda. Una que no hace deporte se siente de alto rendimiento en 90 minutos.
Así que obvio, me siento bicampeona.