Al final, me lancé. Le mandé un mensaje de Whatsapp a Mauricio, asumiendo como mujer grande el riesgo que me tuviese bloqueada. Y sin emojis, ni preguntas raras. Zas. A la cara. «¿Salgamos a comer el sábado? Sí, es una cita. Sí, te estoy invitando yo. No, no soy fácil».
Puse el teléfono en avión para no estar en línea cuando lo leyera. Y me di una voltereta en la cama, porque no sabía qué hacer. Después bajé las escaleras del edificio, las subí caminando, juré nunca más volver a tomar ni fumar y después de 33 minutos, encendí de nuevo el celular.
Nada.
Saqué la caja de ropa interior. Boté calzones feos. Panties cuestionables. Sostenes jetones. Paf. Todo tan desechado como yo misma.
Revisé el teléfono.
Nada.
Abrí una botella. Abrí las notas del celular y empecé a escribir lo que sentía. Miedo. Estaba lista para copiar y pegar cuando… me manda mensaje de respuesta. ¡No soy capaz de abrirloooo! Me pongo una máscara de crema, y ese blanqueador dental con la plaquita, que me mantiene con la boca cerrada 25 minutos. Abro el mensaje.
«Genial. No, no eres nada de fácil. Y por supuesto que yo pago».
Y acá estoy. Arreglada, esperando que venga a buscarme. Más contenta que perro en camioneta.