Decidí decir todo lo que siento. Plantarme al frente y explicar que, por mucho que me gustaría ser más discreta, más heroína de teleserie, se me sale todo. Y yo sé que le gusto. Qué tanto. Se siente, y aunque soy buenísima para pasarme rollos, esta vez tengo una certeza extraña que todo va a ir bien. Así que me atreví. Lo invité un fin de semana a la playa, porque deberíamos ser capaces de pasar la primera gran prueba de una pareja. Tenemos onda, nos caemos bien… y no me interesa ser su amiga. A estas alturas de la vida, los cupos de amigos ya están ocupados. Y se lo dije, tal cual: basta de darnos vueltas y si esto va a ser, que sea.
Sí, entiendo que lo estoy obligando a ser mi pololo. Pero, ¡es una obligación muy placentera! No es que le esté pidiendo que sea mi aval para un crédito hipotecario. No le he dicho que conozca a mi familia. Simplemente, un fin de semana juntos. El hombre, que ya está entendiendo que se metió en un problema, pidió una cláusula de «poder irse sin que haga escándalo». Dije OK. Segunda cláusula: «Sin reclamar después». A esa no puedo decir OK porque he hecho del reclamo una forma de vida. Tercera condición: que haya alcohol, el lubricante social por excelencia.
Dicho lo anterior, nos vamos el viernes. Llevo hasta naipes para jugar carioca, en caso que haya cero onda y termine siendo un paseo de abuelos. Y un par de herramientas secretas, de esas que nunca fallan.
¿Se puede ganar de vez en cuando?