Por alguna extraña razón, los gatos me persiguen. Sospechosamente, me acuerdo de ese capítulo donde Lorelai Gilmore abre la puerta de su casa y se encuentra con que hay varios felinos instalados, mirando hacia adentro, y ella llega a la conclusión que se va a quedar soltera para siempre, y que incluso los gatos, ya lo saben… y por eso, llegaron el grupo.
Yo no creo que los gatos estén ligados con la soltería. Creo, que son un sello de independencia. Que tienen demasiadas cualidades para admirar: consiguen una devoción absoluta, manejan su tiempo, conquistan sin ser dulces y es tanto el culto, que hasta en yoga les rendimos culto y pleitesía, al punto que hasta hay posiciones con su nombre. Creo. No sé nada de yoga, la verdad. Lo que sí sé es que quiero eso: dejar de pensar que si no estoy con alguien, estoy sola. La dependencia media canina siempre ha sido lo mío, y desde hace unos días, miro a mi gata, que entra y sale de mi vida según ella quiere, sin pedir ni preguntar ni por lo menos ronronearme cuando ya estoy casi de luto porque creo que no va a volver… y la envidio.
Vivo pidiendo permiso, perdón, por favor, y haciendo mérito para que Mauricio se rinda y me quiera. Y quizás, ahí está el problema. En esperar del otro, lo que no necesito.
Todo esto, porque en Netflix me apareció que vuelve Gilmore Girls. Y me acordé de la escena de los gatos. Y me dieron ganas —muchas, en realidad— de poder ser un poquito más así. Perceptiva, oportunista quizás… pero muy independiente.