Con Mauricio todo ha sido poco convencional. Nos conocimos cuando yo fui al matrimonio de un ex, me salvó de la furia de una novia, tuvimos un pololeo platónico, y cuando le pedí que avanzáramos, me dejó botada.
Lo volví a invitar, salimos juntos, lo obligué a ser mi pololo, y acá estamos. Semi felices. No entiende todavía mucho cómo pololear. Se le olvida llamarme para ver cómo estoy. Tampoco es muy de despertarme con llamadas hot o por lo menos con algún nivel de cariño desatado hormonal. Tenemos 6 años de casados, después de apenas 2 semanas juntos. Supongo que esta es la famosa madurez de la que tantos años llevan hablándome y que este es el estado zen al que tantas parejas aspiran. Pero, ¿es sólo esto el amor? ¿No hay algo con más onda?
Como me gusta sentir, ponerme al límite para bien y para mal, decidí pedirle algo más: conocer a los amigos. Me explicó que a su edad, los amigos no son como cuando uno tiene 20 y tampoco es que los vea tanto. Todos están casados, con hijos, y los fines de semana los dedican justamente a ellos. Pero, como soy de idea fija, le sugerí que o los amigos, o su familia. Puesto contra la espada y la pared, optó por lo sano.
Citó a tres amigos y sus parejas. El evento del año es el sábado, y ya estoy estresada.
Revisé la lista y googleé a los invitados. ¿Alguna de ellas será su ex pareja? ¿Odiarán que salga con alguien menor y cargante? Para tener todo en mi control, el asado lo organizamos en su departamento. Es decir, en la azotea de su edificio. Por más que me propuso comprar una paella y sentarnos en el living de su casa, con techo y paredes, yo insistí en que la parrilla permite movimiento y circulación. Así que acá estoy, mirando el pronóstico del tiempo, y odiándome. Seguro que alguno de sus amigos se mueren de hipotermia por mi culpa.